Quien haya decidido aprender castellano tiene un dato a su favor: se trata de una de las pocas lenguas “fuertes” hoy en el mundo
Amando de Miguel
EN TODO EL ancho mundo, cada vez son más las personas adultas que tratan de aprender una lengua, que se añade a la materna. Elijo la numerosa hueste de los que se deciden a chapurrear el español, como lengua extranjera más apetecible.
Para los ciudadanos españoles (de nación o naturalizados), el estudio del idioma común, el único en que pueden entenderse todos ellos, es una obligación constitucional. No siempre se cumple. Para los otros, que tratan de adentrarse en el español o castellano, la tarea supone un esfuerzo, pero, también, un ensanche de sus posibilidades de comunicación y de vida. No deben desanimarse ante el hecho de que nunca se termina de dominar una lengua, ni siquiera la propia. Por mucho que se esmeren, siempre quedará el sentimiento de que la lengua extranjera la pronuncian con acento. El consuelo estadístico es que todos hablamos nuestro idioma materno con acento, aunque no nos percatemos de ello.
Superadas las primeras anfractuosidades de la gramática, lo mejor para prosperar en el dominio de una lengua extranjera es leer toda la letra impresa que se pueda. Lo mejor es echar un vistazo a los textos de los periódicos de papel o digitales. Añádase el repertorio de material audiovisual, igualmente, ubicuo. Nadie puede quejarse de no tener a su disposición todas esas fuentes.
Quien haya decidido aprender español (mejor sería decir “castellano”, el de España o el de una veintena de países) tiene un dato a su favor. Se trata de una de las pocas lenguas “fuertes” hoy en el mundo. El azar histórico ha hecho que esas contadas lenguas sean las que han producido creaciones literarias de carácter universal. Por eso, las aprenden muchas personas; en consecuencia, son útiles para andar por esos mundos de Dios. En definitiva, aprender castellano es una buena inversión. El consejo vale, también, para los españoles que han resultado “inmersos” en la enseñanza con otras lenguas: el catalán, el gallego o el vascuence, con sus respectivas variantes.
Un buen método para prosperar en el aprendizaje del castellano, como lengua foránea, es el de compararla, implícitamente, con la lengua propia. Por ejemplo, desde el inglés (y, supongo, desde otras lenguas), el estudiante se maravilla de que los sustantivos del castellano tengan género y que, además, sea más corriente el femenino. O, también, resulta divertido el uso alternativo de los verbos para tutear o ustedear al interlocutor. No es cierto que el tuteo se reserve a las personas cercanas o de la misma edad. La prueba es que, en España, la mayor parte de los anuncios de la radio tutean a la desconocida audiencia.
El estudiante de castellano nota, en seguida, que los hispanoparlantes emplean un derroche de palabras, con múltiples reiteraciones y repeticiones. No les basta con espolvorear un “etcétera”, sino que pueden repetirlo dos o tres veces seguidas. Luego, está el exceso de palabrería con la copulativa “y”. Por ejemplo, véanse estas expresiones corrientísimas: “de modo y manera (= de manera), de tomo y lomo (= mucho), lo cierto y verdad (= verdaderamente), nada más y nada menos, o única y exclusivamente (= solamente), con pelos y señales (= muchos detalles), público y notorio (= conocido), sano y salvo (= ileso), todos y cada uno (= todos), por activa, por pasiva y por perifrástica (= claramente), lo primero y principal ( principalmente), hombres y mujeres (= personas; es un moda anglicana), lisa y llanamente (= claramente), propios y extraños (= todos)”.
Lo anterior no es más que la confirmación de un carácter esencial de los hispanoparlantes: hay que dar el mayor énfasis al discurso. De ahí, por ejemplo, la necesidad de anteponer el adverbio “absolutamente” a cualquier adjetivo. Por la misma lógica, en una conversación cualquiera, hay que manotear y gesticular todo lo posible. Es una lástima que, ahora, con las dichosas mascarillas, se pierdan mucho los gestos del rostro.