Enseñar Mojácar (III)

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Un veinteañero Paco de Lucía no se cansó de acompañar con su guitarra los cantes de Fosforito, que trataba de “requebrar” los fascinantes ojos azules de una de las hermanas Fraser, que ningún mojaquero de mi edad habrá olvidado


CLEMENTE FLORES MONTOYA/

EL PUEBLO QUE se reconstruía en los años sesenta se hacía para convivir e intercambiar vivencias, afectos, ambientes y amistades. Los turistas que venían a Mojácar, a veces desde muy lejos, lo hacían buscando un lugar para quedarse a vivir o pasar largas temporadas. No eran aves de paso que se limitasen a curiosear. Compartieron plazas, calles, bares y tiempo con los mojaqueros y éstos, en buena parte, no fueron conscientes de la suerte que tuvieron cuando, de acuerdo con sus inquietudes, los turistas organizaron festivales de música, como hizo Enrique Arias; fundaciones artísticas, como luego hizo Paul Beckett; o festivales benéficos, como cuando Antonio Bienvenida toreó gratuitamente en Vera. El pueblo comenzó a ser un espectáculo por el ambiente y la vida que se respiraba en él. Recuerdo a mis hermanos pequeños y a otros niños mojaqueros jugando en la plaza con los hermanos Bonet, hoy conocidos catedráticos; con Alfonso Treviño, nieto del entonces todopoderoso Pablo Garnica; o con Cristóbal Vincent, que es el médico que actualmente controla todas las urgencias de todo París.

Aquella Mojácar me permitió pasar muchas horas de una noche corta compartiendo los escasos quince metros cuadrados del “Zurriburri” con los autores de la mejor enciclopedia del arte flamenco. Un apenas veinteañero Paco de Lucía no se cansó de acompañar con su guitarra los cantes de los muchos palos con que un entonado Fosforito trataba de “requebrar” los fascinantes ojos azules de una de las hermanas Fraser, que ningún mojaquero de mi edad habrá olvidado. ¿En qué otro pueblo hubiese podido yo relacionarme y trabar amistad con una joven estudiante sueca, Cecilia Lithander, cuya actitud, años después, siendo diplomática sueca en Teherán, fue recogida por el cine de Hollywood?

En Mojácar hablé muchas veces con personas tan sabias y buenas como Antonio Bienvenida, de cuyos labios escuché inolvidables anécdotas.

Amigos como Antonio Bonet y Horacio Capel, luego famosos catedráticos, los conocí en Mojácar y he guardado su amistad toda la vida.

Otros turistas ocasionales que visitaban Mojácar, pero que no tenían casa en ella, intentaban pasar unas horas en el pueblo impregnándose del aire de libertad, de cultura y de emociones que se respiraba en el ambiente del pueblo, en sus calles, sus plazas y bares. Hoy cuando me veo forzado a subir a Mojácar, si lo hago cualquier tarde de verano, me tengo que mover entre una abigarrada multitud de paseantes que se mueven como si fueran hámster, sin saber dónde dirigirse, buscando un mínimo espacio para hacerse un selfi o un lugar para tomar cualquier cosa en ese chiringuito ocasional, lleno de mesas y sillas, en que se han convertido las calles y plazas del pueblo. Si por el contrario subo en una tarde de invierno puedo pasear el pueblo y disfrutarlo entero sin encontrarme a nadie.

¿Cómo identificar el pueblo actual con el de hace cuarenta años?

¿Qué pasó con los niños que jugaban en las calles y plazas? ¿Qué pasó con los mojaqueros que departían, conversaban, y reían junto a los foráneos?

La antigua Mojácar, hoy, no es un pueblo porque carece de las relaciones humanas cotidianas, esenciales para facilitar la vida de sus habitantes y carece además de la estructura urbana que las facilite.

El turismo en un primer momento supuso no sólo una oportunidad para salir de la pobreza y evitar la emigración, sino que su mayor importancia era la ocasión que se presentaba despegar culturalmente. Los mojaqueros se miraron el ombligo y optaron por el dinero y el consumo, y se olvidaron de los valores que los recién llegados encontraron y buscaban. Cada cual a lo suyo, los mojaqueros se pusieron a vender todo lo que le compraban empezando por el pueblo. En vez de transformar el casco mejorándolo, pensaron que les iría mejor viviendo fuera de él.

Los solares dejaron de regalarse y los mojaqueros se dedicaron por todos los medios a acaparar y poner a la venta cualquier espacio, del pueblo primero y del término municipal después, del que pudieran “hacerse papeles” como propietarios. La fiebre del oro se desató, no parecía que hubiese más objetivo que ganar dinero, y sin que nadie pusiese puertas al campo ni les advirtiese que, cuanto más dinero ganaban sin reparar en la forma de hacerlo, y maltratando una tierra bendita, más escupían en el plato que comían.

A los foráneos que venían a quedarse se le comenzó a ver y medir exclusivamente por su capacidad de gasto, sin reconocerles otros valores humanos y culturales a imitar. Esta realidad no ha hecho más que crecer hasta hoy, y aquel turista, culto y amable que venía a vivir y a disfrutar de esta tierra y de sus hombres y mujeres, dejó de venir a Mojácar que, poco a poco, fue perdiendo muchos de sus atractivos. Ninguna de las actividades culturales propuestas e iniciadas por los foráneos fueron continuadas o asumidas por los mojaqueros. “Si no están a gusto, que se vayan”, fue una frase bastante repetida por más de uno de los mandarines del lugar. Es un problema de valores. Iniciativas tan hermosas como tener dos kilómetros de acera “petados” de rosas son difíciles de disfrutar y mantener.

A mediados de los setenta cambió el régimen político del país, pero Mojácar no sólo no frenó el camino emprendido, sino que ni siquiera torció el rumbo. Los nuevos políticos locales marchaban imparables por la senda de la especulación y de la ganancia fácil, y la política descubrió que podían seguir incumpliéndose leyes y eliminando competencias si se sabían manejar los hilos. No me ha importado tanto que se dedicaran a ganar dinero de todas las formas posibles como que no aprovecharan la oportunidad de soltar amarras de la incultura y la pobreza que nos habían tenido atenazados en esta tierra durante siglos.

Como el beodo que no es consciente de lo borracho que está, los mojaqueros no entendieron, o no les interesaron, las razones de por qué cuando los antiguos turistas abandonaban el pueblo, otros turistas similares no los sustituyeron.

Confundieron el fondo con la forma, quizás su cultura y sus intereses inmediatos no daban para más, y decidieron actuar por su cuenta adentrándose por un camino que, sin duda, conduce a un modelo de convivencia, relaciones e intercambio que no controlan ni dominan y que ni en la forma ni en el fondo desean.

Opiniones críticas de personas como yo, escépticos en general con las obras de tantos “salvadores de la patria”, no conducen a mucho. A veces, como ahora, digo lo que pienso de mi pueblo, y cuando lo paseo, como protesta, procuro no visitar alguna zona cuya remodelación me supera y me duele. Hacer intervenciones donde se puede entender que se esté profanando un antiguo cementerio, colocando en su perímetro arcos porticados adornados con indalos, o desgraciar una plaza donde podían jugar alegremente los niños y sentarse a la sombra de algún árbol los mayores, por mucho granito de Porriño que se ponga en su suelo y mucho letrero prohibiendo que los perros no hagan sus necesidades en ella, no es más que un paso más de la carrera iniciada para hacer más cutre, más zafio y más vulgar el gran chiringuito urbano que cada verano se amplía.

Ahora lector estás avisado, pasamos la puerta. Aunque haya lugares del casco urbano que no quiero visitar por los recuerdos que me remueven, te lo compensaré con historias de personajes y lugares de la historia que merece la pena conocer.

La entrada en el núcleo urbano de la ciudad cambia el ritmo emocional y la impresión personal de la visita, porque la auténtica belleza del recorrido se disfruta plenamente contemplando el enclave y el paisaje, y no tanto el casco urbano.

Aparecemos en el núcleo urbano accediendo por la Puerta de la Ciudad desde el tramo común de El Arrabal-Cuesta de la Fuente, que era la vía tradicional para la llegada de personas, mercancías y alimentos. El acceso se dobla y retuerce para impedir el ataque frontal de maquinaria pesada y ser más fácil defendida la Ciudad desde los torreones cercanos.

Para entender la estructura urbana hay que hablar de la construcción de la Plaza Nueva, realizada tras abrir un lienzo de la muralla, o distinguir las calles de nueva planta creadas cuando los 43 pobladores de Turre se asentaron en Mojácar, en 1568, por temor a los piratas, ocupando cuarenta y tres solares entre la calle Unión y el Castillo destruido por el terremoto de 1518. Un grato paseo y sólo nos queda cumplir con el ritual de la compra de algún recuerdo alrededor de la Plaza Nueva.

Comentario de la foto.- Una imagen vale más que mil palabras. La doble foto que ilustra el artículo está tomada el verano pasado en la calle de la Puntica. Escasos metros separan el lugar de las tomas. Una corresponde a una obra proyectada y dirigida hace algunos años por un arquitecto local y la otra, inacabada aún, es un proyecto del arquitecto Alberto Campo Baeza. Las dos tienen las mismas plantas en altura.

Esta segunda casa me ha impresionado porque sin estar acabada ni pintada encaja de forma muy cuidada en el entorno sin romper desde ningún ángulo visual su equilibrio o su armonía. Hemos hablado mucho de ello en este paseo que hemos descrito.

Uno, modesto crítico, adivina que el arquitecto Campo Baeza ha situado al afortunado propietario de esta vivienda en un ambiente donde los mejores cuadros serán las ventanas que se abren al mar. ¿Con qué primores habrá introducido la luz ambiental hasta el último rincón de la nueva vivienda? ¡Qué hermosa lección de humildad respetar el conjunto! ¡Cuánto tienen que aprender algunos que se llaman sabios!

Mi felicitación al propietario de la nueva vivienda que tendrá la ventura de vivir en una Mojácar soñada, como aquella que quiso ser y no fue, que yo enseñaría sin reservas. Otoño 2021.

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