Los restos la Mojácar ocupada por cristianos llegaron en pie hasta el siglo XX y este cicerone ha conocido lo que quedaba de ellos cuando la emigración era una carcoma imparable que trituraba el pueblo
*Fotografía – Personas que decidieron venir a vivir a Mojácar reposan en su cementerio. En sus lápidas la cruz es sustituida por un Indalo.
DESDE HACE AÑOS, todos los veranos me veo obligado a ejercer de cicerone y enseñar Mojácar a algunos amigos, primero de mis hijas y ahora, además, a los de mis nietas. Es una larga visita, nunca dura menos de dos horas y media, que empieza curiosamente en el cementerio y su entorno y suele concluir con la disolución del grupo en la Plaza Nueva para seguir el ritual de compra obligada de algún recuerdo o regalo en las tiendas que, al efecto, hay en su entorno.
Para estos casos, sin haberlo pretendido, de forma inconsciente, me he ido construyendo mentalmente un guion que suelo seguir sin demasiada rigidez y que alguna de mis hijas pretende que escriba, cosa que me resisto a hacer, porque creo que el guion debe ser adaptado en función de los conocimientos y de las inquietudes y curiosidades de los que en cada caso me acompañen Aunque hasta ahora no he recibido propinas, vista la insistencia estoy pensando que la explicación debe tener algo de especial que los visitantes aprecian y por eso he decidido contar aquí los esquemas mentales de mis explicaciones y los sentimientos que las animan.
Me gusta presentar Mojácar uniéndola al lugar o espacio donde se encuentra, al medio ambiente que la circunda y a la naturaleza del territorio donde se inserta. Sorprende a los visitantes que empecemos por el cementerio y lo hago no sólo porque sea un lugar bien cuidado, que infunde una placidez y serenidad especiales, o porque guarde lo que queda de hombres y mujeres conocidos, interesantes y queridos que hicieron la historia de los últimos cien años del pueblo, sino porque es uno de los pocos lugares del municipio desde donde se contemplan, visibles y ordenadas en el paisaje, las grandes masas de materiales minerales que aparecen en todo el término municipal y algunos de los asentamientos humanos más antiguos (a pocos metros del lugar se encuentra La Necrópolis de la Loma de Belmonte de la que ha habido, creo, tiempo más que suficiente para hacer una recreación “in situ”. Fue declarada Bien de Interés Histórico Nacional en el año 1931).
Tampoco es mal lugar, aunque no sea el mejor, para explicar, si quieres, la lucha ancestral de los mojaqueros para buscar agua o para “construir” suelos agrícolas donde cosechar trigo y aceituna, aprovechando el agua de las avenidas del río mediante los riegos de boquera del Faz o de Cuartillas, que minoraban el peligro de las avenidas del río y liberaban la tierra de sales fertilizándola.
El siguiente punto obligado para “mirar” y admirar Mojácar es la Cueva de Morales. Decimos intencionadamente “mirar” porque mirar no es igual que “ver”, ya que lo que se “ve” con los ojos no es igual que lo que se mira con el cerebro, que ordena y racionaliza la imagen aportada por los ojos.
Desde el Cerro de La cueva de Morales puede entenderse por qué Mojácar se situó en la colina donde está la actual Iglesia y por qué creció acercándose al Castillo o buscando una salida para escapar hacia el monte a través del “puertecico”. Hay que explicar desde el borde del promontorio, que la naturaleza ha dotado de unos bancos naturales para ver y admirar el papel que han jugado La Fuente y Las Huertas en el pueblo que las domina desde la altura.
Con la visita a estos dos puntos hemos mirado Mojácar desde fuera y transitado por buena parte de su naturaleza y de su historia.
Después de pensarlo he llegado a la conclusión de que la mayor belleza de Mojácar está en su enclave y en el paisaje que desde él se domina. Su fuerza es tal que la obra de los hombres no le ha hecho perder su encanto.
Luego completaremos esa “mirada panorámica” desde el hermosísimo mirador de La Puntica y La Glorieta, tan celebrada por Madoz a mediados del XIX. Durante el paseo se descubre y domina una extensa plataforma costera, limitada por las sierras de Cabrera, Bédar y Almagrera, cerrada con cuarenta kilómetros de playas arenosas que llegan hasta Águilas. Desde allí divisaremos hasta ocho pueblos de casas blancas y no menos lugares de asentamientos de la cultura argárica con cincuenta siglos de historia viva. Los cerros de esta llanura cubiertos de arrastres y sedimentos hasta mitad de sus laderas nos permiten imaginar una extensa lámina de agua, poco profunda, sembrada de ictiofósiles marinos, que desaparecida con las sequías se volvía a mostrar en época de lluvias y temporales extraordinarios, cuando el agua de las avenidas del curso bajo del Río Aguas se derivaba hacia los campos valiéndose de las presas de boquera.
Explicar y mostrar la sublime grandeza de un paisaje no es igual que explicar los lugares de un recinto urbano que ha ido evolucionado en función de las relaciones e intereses de sus habitantes, que han ido dejando su impronta a lo largo del tiempo.
Llegado a este punto creo que antes de describir cualquier itinerario concreto, cosa que más adelante haremos, merece la pena recoger algunos retazos de su particular historia.
Mojácar, el casco urbano actual, como toda ciudad, es un conjunto de calles y edificios agrupados donde decidieron agruparse para vivir, convivir y defenderse de ataques enemigos los mojaqueros, desde al menos el primer cuarto del siglo XIII, cuando los ejércitos cristianos se acercaron a Murcia.
Sin perder las raíces de su cultura autóctona ancestral enriquecida por las costumbres usos y saberes mahometanos, los mojaqueros construyeron, en los estribos finales de Sierra Cabrera un pueblo de callejuelas estrechas llenas de recovecos, de casas de formas cúbicas imbricadas y macladas, de mínimas plazas muy apropiada para facilitar y mantener sus relaciones privadas.
Los conquistadores cristianos que en 1488 ocuparon el pueblo y las casas de los nativos adoptaron parte de sus costumbres y hábito y los expulsaron de allí.
Los restos del núcleo urbano ocupado ahora por cristianos llegaron en pie hasta el siglo XX y este cicerone ha conocido lo que quedaba de ellos cuando la emigración era una carcoma imparable que trituraba el pueblo.
La ciudad se construyó con los mismos materiales que se había venido construyendo desde los tiempos de El Argar, con paredes de piedra y yeso y techos visitables, “terrados”, envigados con troncos de árboles sobre los que se colocaba una base de cañas enlazadas con “guitas” y recubierta de “ciscas” o de una capa de yeso que la tupiera, para colocar la última capa de launa o “tierra roya”, que servía de aislante térmico y protegía de goteras en los aguaceros de corta duración típicos de esta tierra.
La formación de la ciudad se hizo partiendo de las casas que al irse construyendo de forma yuxtapuesta dejaban espacios para transitar o simplemente para acceder a las casas que se iban añadiendo. La muralla se formaba a partir de las viviendas de borde adosadas estratégicamente en los desniveles naturales que dejaban pequeñas ventanas hacia fuera y su acceso hacia el interior de la ciudad. Cuando estas hileras de casas se interrumpían, el cierre del recinto se completaba con tapias almenadas a las que se accedía desde el adarve para defenderse o completar las rondas de vigilancia.
En la época de la conquista (1488) Mojácar era un recinto murado que medía 2.670 pies de perímetro y que podía albergar hasta trecientas casas, casi todas de reducidas proporciones.
La ciudad se estructuró a partir de una calle principal, la actual “calle de en medio”, y una calle de ronda frente a las casas que formaban la muralla. Otras calles, incluso sin salida, se formaron a partir de ellas agrupando casas, frecuentemente construidas por grupos de parientes. Estas calles no se consideraban públicas y por eso se permitía edificar, “siempre que no se perjudicara a nadie”, algunos habitáculos anexionados que servían para disponer de un pequeño corral o un servicio.
En la época árabe el recinto no llegó a colmatarse de casas y era frecuente ampliarlas comunicándolas interiormente para albergar y convivir con la familia de algún hijo. Por esa costumbre de unir casas y hacerlas crecer han llegado, hasta mucho tiempo después, las construcciones que siendo de propietarios distintos compartían buena parte de sus solares. Ésta era, además, una de las causas para hacer más atrayentes los perfiles del recinto. Las calles, en general empinadas, se empedraban para facilitar el tránsito de acémilas “herradas” y para evitar socavaciones por las escasas y violentas lluvias.
La ciudad árabe que disponía de una sola plaza a la entrada, que servía de mercado, (La Plaza Nueva se construyó después) presentaba un aspecto uniforme que sin hacer ostentación de riqueza producía sensaciones de asombro, de misterio y de fuerza. Ver a sus mujeres subir desde la fuente, que está en la falda del monte, con la cara casi tapada con un pañuelo que sujetaban sutilmente con su boca, transportando hasta sus casas un cántaro de agua en la cabeza y otro en la cintura, producía asombro e incredulidad todavía a mediados del siglo pasado.
Mojácar superó los límites del recinto murado en el siglo XIX libre de los ataques piratas de ultramar y con las boyantes explotaciones mineras que se pusieron en marcha en la comarca. Duró un siglo el crecimiento demográfico y a partir de 1920 los mojaqueros emigraron dejando, al irse, sólo sus casas, porque pertenencias no tenían.
Treinta años después en 1950 Mojácar había perdido la mitad de población y más de la mitad de sus casas estaban en el suelo. En sus calles llenas de escombros y en lo que quedaba en pie de sus casas, fue donde este cicerone estudió la estructura hispano árabe del municipio, que ahora puede explicar recurriendo a su memoria a través de señales que no se habían llegado a perder cuando él era niño.